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Paseo por la ciudad y, después de preguntar varias veces, llego a la terraza de la plaza frente al mar donde he quedado con Gustavo. Me siento y pido un café con leche y una ensaimada. Espero con la mirada fija en el mar, más allá de los bańistas y los veraneantes que abarrotan la playa. La mirada en la línea donde se juntan el cielo y el mar, en esa raya, imperceptible a causa de la suave neblina que desdibuja el horizonte, donde el mundo desaparece bruscamente. Pasa el tiempo y sigo con la mirada fija en el mar. Por fin, y cuando me decido a volver los ojos, veo un grupo de soldados invadiendo la plaza. De repente uno se separa de los demás y se dirige hacia mí. Inmediatamente reconozco a Gustavo por sus andares, un poco como a saltitos.