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El poder social tiene muchos significados, con muchos rostros, unos oscuros y otros iluminados. Hay poder social francamente constructivo: la evolución de instituciones como el lenguaje, los mercados y las convenciones sociales que ayudan a regular el comportamiento en la mesa o en la calle; la gran muralla China; las pirámides de Egipto; el asombroso despliegue de la técnica, la ciencia y la tecnología; la resiliencia social y la enorme capacidad para generar ayuda mutua. Pero hay también un poder social abominable y destructivo: los millones de seres humanos que mediante la competencia y la codicia más pavorosas se devoran mutuamente en los mercados; los cientos de hordas de mansos y golosos consumidores; los millares de manadas de seres humanos que marchan tras espejismos de prosperidad que se anuncian en los mercados financieros las dos guerras mundiales del siglo XX, la crisis económica mundial de 1929 y la que ahora está encubándose. También existen asomos de la llamada soberanía popular, del despertar de la democracia directa, en forma de algo efímeras, muy descentralizadas, y de vez en cuando caóticas expresiones de movilización popular.