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Tomar públicamente la palabra ha sido a lo largo de la historia un privilegio masculino, sin embargo, a primera vista y en aparente contradicción, el hecho de contar de viva voz parece un territorio en el que las mujeres juegan un papel protagonista. La razón de esto se encuentra, entre otras cosas, en que la narración oral ha sido tradicionalmente considerada como un arte efímero y carente de legitimación cultural, del que las mujeres podían llegar a ser las auténticas depositarias. Esta es, sin duda, la sensación que se recibe cuando se leen las recopilaciones de cuentos de los siglos XIX y XX y se descubre que la mayoría de los folkloristas solían tener a una mujer como informante privilegiada. Esta imagen positiva de la mujer narradora tenía sus límites, ya que se alababa a las mujeres como trasmisoras, no como creadoras, y se veía su papel como meramente ancilar y pasivo, sin que los folkloristas se interesaran por los cánones temáticos y estéticos de las narradoras.